LOS NIÑOS DE LA GUERRA


Es probable que al leer los nombres de Juan (“Juancito”) Pinto y Alfredo Maldonado su memoria  no sea capaz de rememorar  su origen, edad y participación en la infausta guerra del Pacifico. Es posible también que no sea capaz de asociar sus nombres a nuestra tierra, a nuestra historia, a nuestro pasado. Sin embargo, la historia ha guardado en sus páginas de oro un pequeño espacio para sus cortas vidas, uno que no solo han llenado de gloria sino que han escrito sobre el amor a la patria, el mismo que los impulsó a renunciar a su única pertenencia: sus vidas. 

El redoble del tamborilero boliviano Juancito Pinto resuena aún entre la arena y el viento de las pampas del Intiorko, y a pesar del tiempo, si prestamos atención, es posible oír su tamborileo guiando al “Regimiento Colorados de Bolivia”. Tocaba sin cesar su pequeño tambor de soldadito, tocaba guiándolos y animándoles, pero al ver caer uno a uno a sus compañeros, tomó la decisión de abandonar su instrumento y coger de entre la arena el fusil abandonado por un caído. Fusil en mano se dirigió hacia la victoria pero por más  valentía y pundonor que impuso,  no le  fue suficiente para derrotar al enemigo. Su pequeño cuerpo cayó tendido en la arena. Lo hizo acompañado de los cadáveres de casi todos los colorados, la muerte lo despojó de su vida aquella mañana del 26 de mayo;  sin embargo, también paradójicamente lo colmó de inmortalidad sobre esta tierra del Caplina.  

Pocos días después, a tan solo 51 km de distancia, un joven ariqueño, afroperuano,  con tan solo 16 años de edad ofrendaba su vida al lado de los titanes del morro. El fuerte ciudadela del Morro de Arica seria él escenario de tales hechos. Alfredo Maldonado Arias era su nombre, pero la guerra le agregó el rango  de Cabo de Artillería a su figura. Refiere el historiador Gerardo Vargas Ugarte “que fue hijo de doña Micaela Arias y del honorable obrero Santiago Maldonado, capataz de playeros, también natural de Arica.”   

El joven cabo, en el fragor de la batalla vio caer a su tío Nicanor Arias, de estas manera añade Gerardo Vargas a su memoria, el siguiente relato: “y en arranque de incontenible patriotismo, al ver que la bandera de la patria era descendida del asta del fuerte y reemplazada por la de la estrella solitaria, la ira le ciega, le transfigura, y cuando la soldadesca chilena no ha saciado aún su sed de sangre, (…) Maldonado con la rapidez del rayo penetra a la santabárbara del Ciudadela y la hace estallar, volando en mil pedazos, juntamente con varios compañeros suyos que yacían heridos, y con los enemigos, que ya habían puesto píe en la zona artillada”.

“Cuando después del asalto y toma de la plaza, las autoridades chilenas permitieron a las familias recoger los restos de sus deudos, la madre de Maldonado encontró solamente la cabeza de éste (…), y un fragmento de brazo con la respectiva manga”. (Matilde Rello, citada por Gerardo Vargas).

La historia de estos dos jóvenes muchachos es tan solo una de las tantas historias olvidadas de nuestro pasado, esas que, por el contrario, no debemos olvidar. Mientras Juancito Pinto ha sido elevado a héroe y símbolo en contra del trabajo infantil en Bolivia, los restos de Alfredo Maldonado descansan en la cripta de los héroes en el cementerio Presbítero Maestro de nuestra capital.  

Sus nombres, que quizás haya  leído por primera vez, deben ser recordados por siempre en nuestras memorias, no solo como ejemplo de patriotismo y valentía sino como muestra de lo cruel que son las guerras y como guía para no volver a repetir en la historia tan infames hechos. La historia debe ser estudiada para aprender de ella y no para encender odios y rencores. 




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