7 DE JUNIO. EL HOMENAJE DE SAENZ PEÑA
En el fragor de la batalla, los jefes chilenos
le gritaban: “ríndase, ríndase Bolognesi”. El héroe, revólver en mano y
disparando contestaba: “No hay rendición ¡Miserables! ¡Viva el Perú!” (Coronel
Francisco Bolognesi).
Han transcurrido 140 años desde aquel fatídico lunes 7 de junio de 1880. Aquella
mañana Arica seria testigo de la más
cruel de las batallas, sería también la última vez que el pabellón
nacional flameara en el inexpugnable
morro, el mismo sobre el que caerían luchando hombres de la talla del Coronel
Francisco Bolognesi y a quien nombramos únicamente de manera individual a fin
de no caer en el error de omitir a los oficiales y soldados que conformaron
los batallones “granaderos” y “artesanos
de Tacna”, “Cazadores de Piérola”, “Iquique”, “Tarapacá”, “escuadrón Lluta” y los
artilleros de las baterías del morro.
Desde aquel día los escritores y poetas han
ofrecido – justamente- sus mejores figuras y coplas ensalzando la grandiosidad
de aquellos hombres. Sin embargo, no han existidos mejores homenajes que los
realizados por los sobrevivientes de aquella fatídica mañana, que cual testigo
no solo han transmitido la información de los hechos, sino lo más profundo de
su dolor. Entre ellos el del Teniente Coronel Roque Sáenz Peña.
A través de su homenaje es posible conocer de
cerca la figura de Bolognesi, así como sus últimos momentos de vida. Dejo con
ustedes un extracto de tan sentido homenaje.
“El coronel Bolognesi era un hombre de pequeña
estatura. Había lentitud y dureza en sus movimientos, como lo había en su
fisonomía; la voz era clara y entera, a pesar de su ancianidad: los años y los
pesares habían plateado sus cabellos; y su barba redonda y abundante, destacaba
la tez bronceada de su rostro enérgico y viril. Asistió a todos los combates
como jefe de la segunda división del ejército, pero jamás opinó sobre el
acierto de las operaciones; había tomado las armas para batirse y no para
juzgar a sus superiores. Decía: la ordenanza prohíbe la murmuración de los
subalternos.
Y
él era ordenancista y soldado sobre todas las cosas.
Un
día se conversaba, en rueda de oficiales superiores sobre la batalla de
Dolores; quiso conocerse su opinión sobre el ataque del cerro de San Francisco
y el coronel Dávila lo interpelo directamente. –No cree Ud., coronel Bolognesi,
que el cerro era inexpugnable, que el ejército aliado debió sitiarlo y no
atacarlo, que debíamos apoderarnos del agua (…)
Puede
ser, replicó Bolognesi, pero yo no tenia sed.
La
batalla de Tarapacá le sorprendió gravemente enfermo. La fiebre era elevada y
mantenía al paciente en las intermitencias de la convulsión y del delirio (…)
siente los primeros tiros del combate, y el viejo veterano se incorpora en el
lecho, toma su espada, viste su uniforme y ensillando el mismo su caballo,
trepa las alturas de Tarapacá. (…)
(…)
Al amanecer del día siguiente, las infanterías chilenas, que habían ganado
posiciones durante la noche, rompieron el fuego al pie de las trincheras; el
coronel Bolognesi se destacaba a caballo sobre las alturas del morro, sirviendo
de blanco a las punterías enemigas y haciendo esfuerzos heroicos por detener el
ataque recio y formidable de los regimientos chilenos, que avanzaban sobre un
mar de sangre y un hacinamiento de cadáveres.
Por
fin el fuego cesa dentro de la plaza,
porque el que no estaba herido, estaba muerto, y Bolognesi sale ileso del
combate; fue en aquella situación indecisa que un grupo de soldados trepa los
parapetos, haciendo una descarga vigorosa con punterías fijas y precisas,
permitidas por la proximidad de la distancia.
Allí
cayo More, como tantos otros, atravesado por multitud de proyectiles, y el
coronel Bolognesi, el viejo amigo, el anciano venerable, inclina su frente y
cae con el alma serena y el rostro plácido y sonriente. ¡Una bala le había atravesado el corazón!
Cuando
volvimos al campo de los muertos, buscando los cadáveres de Ugarte y de Zavala,
encontramos el cuerpo frio del que fue nuestro jefe. Me detuve un momento a
contemplarlo. Aún conservo la impresión que me produjo la disposición del
cadáver, profanado momentos antes; los bolsillos del pantalón estaban vueltos
hacia afuera, se le había despojado de la chaquetilla y de las botas y un feroz
culatazo le había descubierto la parte superior del cráneo, derramando la masa
cerebral sobre el tosco lecho de granito.
Aquella
impresión fue para mí tan intensa, tan honda y dolorosa, como la muerte misma
de mi viejo amigo, el querido y venerable anciano.
Comentarios
Publicar un comentario