REMEMBRANZAS DE ITE (PARTE II)
El distrito de Ite se convirtió
en nuestro lugar de aislamiento social cada verano de nuestra niñez. Un
aislamiento que marcábamos en el calendario y al que íbamos restando cada día
hasta que por fin pudiéramos regresar a
Tacna.
Durante todos esos años de
nuestra infancia, Ite significo el
distanciamiento de nuestro mundo, de nuestros amigos, pero también una vida
diferente, aquella que algunos conocen como vida de campo.
En él solíamos jugar con mi
hermano grandes partidos, aquellos de
uno contra uno. El resultado era –como es de esperarse- un marcador abultado soportado
por arcos de piedra. Aquellos enterrados
encuentros futbolísticos eran por demás especiales, pues solíamos gozar de la
presencia de mi abuelo como espectador.
Mi abuelo no gustaba del futbol
ni de muchas otras cosas, su mundo eran las noticias. Escuchar y leer noticias
es lo que siempre lo vi hacer. Por ello en el campo no solía escucharse música,
sino y solo hasta mucho después que logramos llevar nuestra primera radio a
pilas, lo hicimos. A pesar de su poca afición por el futbol, mi abuelo solía
sacar una silla fuera de casa y sentarse a vernos jugar. Éramos dos mocosos
llenos de tierra, pateando heterodoxamente un sucio balón de futbol. Mi abuelo
reía al vernos, quizás al notar que el futbol no sería nuestro futuro o quizás
solo de vernos ensuciar en cada jugada.
La vista impresionante de un sol
anaranjado escondiéndose tras los cerros -y el mar- era el anuncio que el
encuentro estaba por terminar y que debíamos ir al pozo de agua a tratar de
sacar la tierra impregnada en nuestras rodillas y cuerpo.
Don Salomón, como lo llamaba mi
abuela. Era un hombre gigante -ante mis ojos- de cabellos canos y bigotes de
brocha, que luego cortaría. Su piel era dura como la corteza de los árboles y
su cuerpo parecía ser de un barro
cuarteado por los rayos del sol. Era de pocos abrazos, de palabras duras y de
un semblante serio, pero en el fondo era un gran abuelo y también un gran
padre. Era lo suficientemente serio para temerle, pero lo suficientemente bueno
para no correr.
Recuerdo verlo siempre manejando
su tractor azul, había abandonado ya el caballo hace mucho, nunca lo vi
montando en uno, después de todo ya no estaba para esos trotes, era ya caballo
viejo, de la sabana. Recuerdo que al terminar el trajín de la mañana solía
hacer una siesta bajo la sombra de un árbol de eucalipto, dormía en aquel lugar
tan placenteramente como la haría un rey
que en su palacio. Más de alguna vez lo escuche decir que “los hombres fuertes,
al igual que los árboles, caen de un solo golpe”, “cuando muera, este árbol
caerá conmigo” repetía. Y aunque no lo crean, así fue. El mismo año que mi
abuelo partió de este mundo, cayó también ese viejo árbol. Se cumplió con ello
su profecía.
La chacra de mis abuelos,
ubicada en la pampa baja, es probablemente la última chacra de todo Ite. En su
momento llegó a ser una gran hacienda con más de 40 hectáreas de tierra fértil, gran cantidad de ganado y
muchos hombres y mujeres trabajando en ella. En mi niñez encontré poco menos de
la mitad de aquello, pero sobre esa tierra había un mundo siempre extraño,
nuevo para mí, indiferente a veces y otras veces expectante.
En Ite no solo conocí y disfrute
de mis abuelos, sino que me uní en cientos de aventuras con mi hermano, con los
arboles –que estaban repartidos para cada uno-, con el mar que veíamos a lo
lejos, con los barcos pesqueros que contábamos cada mañana desde la ventana del
comedor o con el cielo repleto de estrellas que nos regalaba la vida cada
noche.
Mi abuelo solía contarme muchas
historias en aquellas noches iluminadas por lámparas a kerosene. Me contó la historia
de la “cueva de Toribio”, que dicen está
llena del oro que los incas habían recolectado y llevaban a Cajamarca para pagar el rescate de Atahualpa. Oro que
luego enterraron en aquella cueva al enterarse del asesinato del Inca. Dicen
que muchos han querido desenterrarlo, pero ni el antimonio ni la divina
providencia han permitido que así sea.
Gracias a mi abuelo conocí -y me
aproximé- a Sánchez Cerro, Manuel Odría, Belaúnde y tantos otros presidentes que
gobernaron el Perú. Sus historias me acercaron al Perú, pero sobre todo a mi
abuelo. Días de aislamiento, de remembranzas.
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