REMEMBRANZAS DE ITE (PARTE I)
Mantenernos en aislamiento
social se ha convertido en una de las partes más difíciles de esta cuarentena,
dejar atrás las reuniones familiares y sociales nos ha permitido extrañar y comprender
lo importante que es la interacción social, sobre todo con los nuestros. Para
ellos un fuerte abrazo y la promesa de cuidarnos para volvernos a ver.
Este aislamiento ha traído a mi
memoria las cuarentenas (por así decirlo) que solíamos vivir con mi hermano en
la chacra de mis abuelos (QEPD): Don Salomón Velarde Manrique y Doña Zoila
Herrera Valdivia.
Mis abuelos arribaron a Tacna provenientes
de Arequipa (Socabaya y Bombón respectivamente), lo hicieron probablemente después de que mi abuelo se
robara a mi abuela en tierna edad. El viejo era un novel zorro, que había recorrido
el Perú desde los 9 años cuando abandono su hogar, mejor dicho cuando la pobreza lo boto de casa y lo lanzo a
trabajar. Aquella es otra historia, que
quizás algún día pueda contar.
Mis abuelos se asentaron y
ayudaron a fundar el pujante distrito de
ITE, el que algunos refieren es el acrónimo de Irrigación de Tierras Eriazas.
Hoy, los que lo habitan son otros, y el
nombre de mis abuelos perdura solo en la memoria de los viejos, de los pocos
que quedan y de los descendientes de aquellos.
Lo cierto es que junto a mi
hermano “Beto”, vivimos en Ite las cuarentenas más largas de
nuestras vidas, pero mi mamá las llamaba vacaciones útiles, imagino que eso eran
en realidad. Pero, para dos infantes como nosotros, implicaban el aislamiento
total.
Llegábamos a Ite pasada la
navidad y con ello abandonábamos el mundo, nuestro mundo. En el campo nos
esperaba un mundo en donde debíamos aprender a vivir sin energía eléctrica, sin
televisión, sin radio (salvo que sea
para escuchar noticias), sin baño (y me refiere a los que tienen agua y desagüe),
sin refrigerador, sin tiendas, sin dulces, sin niños; en fin, sin nada que pueda
parecer vida para nosotros dos.
En Ite nos cambiaban el campo de
futbol por uno de verdad, uno lleno vacas, terneros, corderos, gallinas, patos
y demás. Uno en el que debíamos despertar a las seis de la mañana bajo el grito
de ¡Arriba Perú! que propinaba mi abuela con aquella energía y cariño que solía
caracterizarla. Eran las seis de la mañana y mi abuela llegaba de haber sacado
leche a las vacas; las pocas veces que nos despertamos a las cuatro de la
mañana para acompañarla lo hacíamos solo por curiosidad; después, ella siempre
nos dejó dormir hasta tarde, es decir hasta las seis de la mañana. A esa hora tomábamos nuestro jarro de avena o
té (algo salado por el agua que llega a ITE desde el rio Locumba), lo
acompañaban dos panes duros (colisas), que debían lo tieso de su contextura al
hecho de que se compraban -en saco de papel- para quince días. Lo que nunca
faltaba en la esa era el tostado:
desayuno, almuerzo, cena y claro está, era el entremés del día.
¡Barriga llena, corazón
contento! Exclamaba mi abuela. ¡Ahora a trabajar! Así que cogíamos nuestra rama
de árbol, que habíamos buscado con alegría y adaptada a nuestro gusto y nos dirigíamos al campo. Nos tocaba arriar terneros,
ayudar a sembrar, recoger choclos, cortar alfalfa, mudar corderos, dar agua a
los animales, desgranar maíz, recoger guano, sacar mala hierba, caminar de aquí
para allá y también a veces caernos. Es claro que todo ello no lo hacíamos solos;
éramos solo unos niños ayudando -o jugando- a trabajar como grandes, ¡pero vaya
que nos cansábamos en aquello!
Pero el campo tenía también sus
cosas buenas, una de ellas era la comida. Mi abuela solía cocinar dos veces,
tanto para el almuerzo como para la cena, ¡no había calentado! Y sabe Dios que
mi abuela sabia cocinar. En el campo no hay refrigerador, el que tenían a
kerosene estaba malogrado, así que el mejor conservador era el sol. Sin duda
que la carne secada al sol le da un sabor diferente a la comida. Sabor que ya
he olvidado.
Al costado de un gran árbol, había
un gran batán que mi abuela dominada mejor que nadie. La piedra aquella era
mejor que una licuadora y también un
gran asiento.
El almuerzo solía ser a las doce.
Quizás por ello mi abuela andaba
siempre apurada. Recuerdo que seguir sus pasos era siempre difícil ¡No tan de
prisa mama Zoila! Exclamábamos. Ella era la doña de casa, quizás por eso
siempre los llamaban doña Zoila y Don Salomón. Mi abuelo era una fiera, pero
una fiera –de alguna forma- domada por su esposa. (Continuara)
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